EL PARAISO O EL INFIERNO

Cuando uno expone sus trabajos al publico puede tener una respuesta agradable o ser ignorado olímpicamente. Pasamos del paraíso al infierno en pocos instantes. Y uno debe hacer el ejercicio de construir lo que le gusta sin importarle lo que el otro piense. Si algo es bonito para mi deberá ser suficiente. Es un ejercicio difícil. Las caricias son agradables, pero lamentablemente hoy las manos están para otra cosa.

martes, 17 de febrero de 2015

RAZONES

RAZONES…
Este mundo está cada día más loco, pensé mientras iba esquivando la Avda Roualt, atestada de personas.
Había viajado en un tren subterráneo que venía repleto y donde no me quedó otra alternativa, dado el horario que era bastante escaso. La gente se amontonaba y en cada parada se empujaban y pisoteaban intentando salir e ingresar al vagón.
Apresurados, enloquecidos los transeúntes se entrechocaban tratando de moverse con celeridad. Una mujer anciana con su bastón golpeaba al que pretendía acercársele y un no vidente caminaba en forma recta sin importarle quien se le cruzara por su camino, él tenía la prioridad y la iba a hacer valer. El sonido de su bastón blanco me resultó gracioso. Por momentos vibraba sonoro al dar contra el cemento de algún edificio y otras lo hacía en forma apagada al golpear la pierna o alguna otra parte del desgraciado de turno que le tocaba pasar a su lado. Una señora tironeó a tiempo de su pequeño para evitar que fuera lastimado, lo que hizo que tropezara con una mujer que caminaba apretando con sus dos brazos un bolso, cuya correa le cruzaba el cuello. Amagó un insulto pero la del pequeño no le dio tiempo y continuó su marcha llevando al niño a la rastra.
Caminé por esa Torre de Babel, entre asustado y sorprendido. No podía digerir esa violencia, esa falta de actitud entre los unos y los otros.
Miraba a mí alrededor y veía a los “homeless” en los rebordes de las vidrieras y, algunos, hasta dentro de los cajeros automáticos. Los vendedores ambulantes con sus sombrillas que ocupaban media calzada y apretujaban más a la gente. Los niños mugrientos que tironeaban de la punta del saco pidiendo una moneda o el resto de la gaseosa que cualquiera iba tomando, pero no intentando dar lástima sino de una forma agresiva, casi con soberbia.  
Traté de huir de ese maremágnum espantoso y me paré en el semáforo de la calle Finlay. Joseph Peter Finlay, recordé su lucha, su sacrificio y miré en derredor. No supe si reír o llorar. Medio como que me escondí detrás de un puesto de diarios y esperé a que se encendiera la luz verde.
La gente cruzaba entre los coches que circulaban con lentitud debido al atolladero que se había producido por el cierre de algunas calles de la zona. Las bocinas sonaban estridentes exigiendo un avance que era imposible, pero que era una manera de expresar toda la rabia que se acumulaba en los conductores, totalmente neuróticos. Los que caminaban esquivaban los paragolpes como si fueran toreros. Las Motos hacían equilibrio rotando alrededor de los vehículos. Muchos golpeaban sus espejos laterales. Pero a nadie le interesaba. La luz parecía no existir.
Pero sí existía y, en un momento, se puso en verde para los vehículos. “Cruce” se iluminó con nitidez del lado opuesto al que me encontraba. Me lancé temerariamente y en ese momento una moto pasó rozándome. Me quedé sorprendido y el conductor de la moto gritó un insulto y siguió su marcha, a pesar de que la luz roja lo prohibía.
Conseguí cruzar la arteria y me dirigí sin dudar hacia el Palacio Gubernamental. No les he contado que yo trabajo allí. En realidad tengo un puesto de cierto nivel. Soy el secretario privado del Primer Ministro. Es decir el hombre de confianza. Y con seguridad me estaba esperando porque tenía una reunión de suma importancia. Había que cubrir todas las alternativas.
Subí las escaleras de dos en dos y me dirigí directamente al área de control. Ya hacía varios años que trabajaba con el Ministro y me conocían bien pero era el protocolo imprescindible para poder entrar. Saludé a Pedro, que como siempre me respondió agitando la mano y fui derecho a sitio de ingreso, ese que tiene el detector de metales. Jhon y Philip me vieron llegar y también me saludaron con una sonrisa.
Cuando crucé por el detector este comenzó a chillar como si le hubieran pisado la cola a un gato. Me detuve una vez transpuesto el arco y saqué de mi bolsillo el manojo de llaves de mi casa.
-          Siempre lo mismo, chicos… el día que me acuerde vamos a tener un diluvio – exclamé.
Los otros rieron. Ya estaban acostumbrados a estos olvidos míos. La primera vez fue un revuelo tremendo. Ya, después de varios años y una centena de veces en que había cometido la misma metida de pata, todo el mundo sabía de mi despiste, y se reían con condescendencia. Pobre Primer Ministro con este secretario, debían pensar. Pero la verdad es que en mi trabajo soy eficiente, verdaderamente eficiente.
Caminé como todos los días por el amplio pasillo que conducía al despacho de mi superior. Era de mármol y tenía unas bandas verdes en diferentes gamas. Yo tenía la costumbre de caminar pisando solamente las oscuras. De una en una me iba desplazando, esta vez rápidamente, ya que debía estar en tiempo para la conferencia.
Abrí la puerta y lo vi en el fondo del salón. De pie, con su tremenda barriga de litros y litros de diferentes variedades de alcohol, igual resultaba imponente. Lo rodeaba el grupo de ineptos obsecuentes de siempre. Él sabía que contaba conmigo y me estaba esperando, diría que con ansiedad.
Me sonrío con una sensación de alivio y levantando una mano me grito:
-          ¡Llegaste, negrito! Ya estaba por enviar a buscarte. ¿trajiste todo? –
-          Absolutamente todo – contesté estirando mi boca en una sonrisa forzada.
Caminé sin dudar, directamente al encuentro del señor Primer Ministro y su cohorte.
Cuando estuve a un metro y medio de distancia, en un movimiento que nadie advirtió (posiblemente porque no lo esperaban) saqué la nueve milímetros que traía cubierta con el saco, apunté y sin hesitar apreté el gatillo.
Sentí como picaduras, que se repetían sobre distintas partes de mi cuerpo. Observé como el gordo se desmoronaba con un agujero en la frente, del que comenzaba a salir un hilito de sangre.
La llegué a ver. La bala de la custodia salió disparada hacia mi cabeza, sentí la violencia con que me picaba y ………………………………………………………………………………………
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Al día siguiente los diarios anunciaban con letra de catástrofe: EL PRIMER MINISTRO MUERE ASESINADO. Y un poco más abajo trataban de explicar lo sucedido. “Aparentemente, víctima de un cuadro sicótico, el secretario le descerrajó, con una nueve milímetros, que se investiga cómo fue introducida en el recinto, un tiro en la frente, lo que provocó la muerte instantánea del ilustre político. Se está tratando de analizar cuáles fueron los motivos para que alguien, que era una especie de amigo personal, que lo había acompañado en toda su campaña, al Primer Ministro, procediera de esta manera. Algo ilógico e inesperado”.
Y como bestias desesperadas por arrancar un trozo de su presa los periodistas se agolpaban, se  empujaban, tratando de poner más cerca su micrófono, teléfono, grabador. Un cameraman golpeó a otro tratando de obtener un primer plano del fiscal a cargo de la investigación. Alguien trató de ponerle un auricular y fue corrido con violencia. Todos a los gritos tratando de hacer su pregunta. Algunos curiosos se reunían alrededor de los periodistas y eran alejados por los policías encargados de la custodia.
En la calle. Las motos esquivaban los autos, cruzaban los semáforos en rojo. Varios transeúntes los insultaban. El rostro crispado, el odio dibujado en cada gesto, en cada bocinazo, se repetía en todas y cada una de las personas que se movían ajenas a cualquier suceso que pudiera haber ocurrido cerca de allí.
Nada importaba… la vida seguía su curso.

3 comentarios:

  1. Me ha gustado bastante, con un comienzo en el que se describe el estrés diario, que aunque parece rutinario, un día sin más se revela distinto y traicionero. La verdad es que ¿quién podría imaginárselo? y de verdad que la vida sigue su curso. Casos más atroces se producen y todo sigue igual o peor. Realmente es aleccionador el relato, con toda su crudeza. También transmite mucho despego por el contacto humano... jeje... ese agobio de masa humana. Me recuerda al metro de Madrid, que muchas veces la gente se marea y no se caen redondos porque se sujetan con los que tienen pegados a sus lados.
    En fin, he disfrutado de unos momentos de lectura y de esos simpáticos dibujos. Un saludo!!

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  2. Gracias Sonia. Precisamente la intención fue mostrar el caos que vivimos diariamente y que no notamos pues nos vamos acostumbrando. Y eso es, precisamente, lo grave del asunto.

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  3. Gracias Sonia. Precisamente la intención fue mostrar el caos que vivimos diariamente y que no notamos pues nos vamos acostumbrando. Y eso es, precisamente, lo grave del asunto.

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