EL PARAISO O EL INFIERNO

Cuando uno expone sus trabajos al publico puede tener una respuesta agradable o ser ignorado olímpicamente. Pasamos del paraíso al infierno en pocos instantes. Y uno debe hacer el ejercicio de construir lo que le gusta sin importarle lo que el otro piense. Si algo es bonito para mi deberá ser suficiente. Es un ejercicio difícil. Las caricias son agradables, pero lamentablemente hoy las manos están para otra cosa.

martes, 7 de abril de 2015

METÁFORA II

El hombre se lanzó cuesta abajo. Corría primero lentamente, sorteando los obstáculos pero la misma inercia lo fue acelerando. Las piernas se movían torpemente cada vez más rápido hasta que tropezó y perdió el equilibrio, se fue de lado y cayó. Lo hizo rodando vertiginosamente, desprendiendo pedazos de piedras y de ramas secas, caídas. Un revoloteo de hojas secas anunció su llegada, hasta que magullado y mal herido de detuvo en un llano.
Se levantó como pudo. Se tomó de las ramas de un árbol que, generoso, se extendía hasta casi besar el suelo. Y haciendo fuerza apoyó una pierna que flexionada le hizo escapar una exclamación de dolor. Lentamente se fue enderezando. Tanteó sus costillas para ver si alguna se había roto, pero era evidente que si bien respiraba entrecortadamente, lo hacía sin dificultad alguna. El dolor más intenso estaba en la zona lumbar donde luego descubrió un corte bastante profundo, posiblemente al chocar con alguna roca filosa.
Cuando pudo enderezarse miró el panorama. El terreno se presentaba aún más dificultoso. La pendiente era más escarpada y las piedras más puntiagudas. Los árboles iban mermando al igual que la hojarasca. La cosa no pintaba bien.
Comenzó a correr lentamente esquivando los obstáculos que podía prever. Pero la inclinación se hacía cada vez más pronunciada y aun sin pretenderlo fue aumentando la velocidad. Corría dando saltos a riesgo de torcerse un tobillo, movía las piernas tan rápido como le era posible, pero dio un traspié y comenzó a caer vertiginosamente rodando sobre sí mismo como una bola de carne y hueso. Ya había aprendido y trató de protegerse cuanto pudo, pero los golpes eran rudos, violentos. No supo cuanto camino había recorrido cuando, al atravesar un arbusto, como un estallido, golpeó contra el tronco de un árbol que lo detuvo como el parachoques de un tren. Se oyó un sonido extraño. Esta vez sí, un hueso se había roto.
Permaneció con los ojos cerrados e inmóvil por un buen tiempo. Casi sin abrirlos tanteó a su alrededor. La pierna izquierda le dolía con intensidad. Calculó que era la fracturada. Buscó dos  ramas, lo más planas posible, e improvisó un entablillado. No era lo mejor pero, dadas las circunstancias, era lo único que podía hacer. Se apoyó en una rama que utilizó a modo de báculo y se fue enderezando haciendo un esfuerzo máximo. No solo para ponerse vertical sino para vencer los dolores que lo golpeaban, lo doblaban, lo hacían gemir. Sabía, sin lugar a dudas, que era el último tramo. Miró pero sus ojos ya no podían ver. Intuía el camino. Trató de ponerse lo más recto que pudo pero no era posible.
Ya no podía correr. Inició el descenso lentamente esquivando los obstáculos que iban apareciendo. A veces se demoraba en sortearlos pero continuaba el peligroso descenso. Su estabilidad no era buena y la pierna fracturada no ayudaba. El dolor era tan intenso que ya no lo sentía. A pesar de todo, lo empinado del terreno, fue haciendo que se moviera con más velocidad. Cuando quiso frenar ya no podía. Terminó corriendo, a su manera, pero corriendo. Una raíz se interpuso en la pierna que casi arrastraba y perdió la vertical, y esta vez la caída fue definitiva. Cuando dejó de rodar, justo en el borde de un pequeño curso de agua, donde quedó como si reposara y el agua, bienhechora, le acariciara las sienes, ya su vida se había extinguido. Había llegado. Ahora podía descansar.
Seres callados, oscuros lo recogieron y lo pusieron dentro de una caja de roble, lustroso, con manillares de bronce. Alguien derramó las lágrimas correspondientes y otros la consolaron. Flores. Cuántas flores que ya no podía oler ni disfrutar su color, se amontonaron, compitiendo las unas con las otras. Las paladas de tierra sonaron lúgubremente sobre la tapa reluciente. Finalmente alguien clavó una cruz y todo quedó en silencio. Al fin. ¿Al fin?

Sobre la cumbre un hombre miraba y estudiaba la dificultad del descenso. Posiblemente estaba seguro que él era capaz de lograr bajar sin inconveniente. Comenzó corriendo velozmente…   

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