El hombre se lanzó cuesta abajo. Corría primero lentamente,
sorteando los obstáculos pero la misma inercia lo fue acelerando. Las piernas
se movían torpemente cada vez más rápido hasta que tropezó y perdió el
equilibrio, se fue de lado y cayó. Lo hizo rodando vertiginosamente,
desprendiendo pedazos de piedras y de ramas secas, caídas. Un revoloteo de
hojas secas anunció su llegada, hasta que magullado y mal herido de detuvo en
un llano.
Se levantó como pudo. Se tomó de las ramas de un árbol que,
generoso, se extendía hasta casi besar el suelo. Y haciendo fuerza apoyó una
pierna que flexionada le hizo escapar una exclamación de dolor. Lentamente se
fue enderezando. Tanteó sus costillas para ver si alguna se había roto, pero
era evidente que si bien respiraba entrecortadamente, lo hacía sin dificultad
alguna. El dolor más intenso estaba en la zona lumbar donde luego descubrió un
corte bastante profundo, posiblemente al chocar con alguna roca filosa.
Cuando pudo enderezarse miró el panorama. El terreno se
presentaba aún más dificultoso. La pendiente era más escarpada y las piedras
más puntiagudas. Los árboles iban mermando al igual que la hojarasca. La cosa
no pintaba bien.
Comenzó a correr lentamente esquivando los obstáculos que
podía prever. Pero la inclinación se hacía cada vez más pronunciada y aun sin
pretenderlo fue aumentando la velocidad. Corría dando saltos a riesgo de
torcerse un tobillo, movía las piernas tan rápido como le era posible, pero dio
un traspié y comenzó a caer vertiginosamente rodando sobre sí mismo como una
bola de carne y hueso. Ya había aprendido y trató de protegerse cuanto pudo,
pero los golpes eran rudos, violentos. No supo cuanto camino había recorrido
cuando, al atravesar un arbusto, como un estallido, golpeó contra el tronco de
un árbol que lo detuvo como el parachoques de un tren. Se oyó un sonido
extraño. Esta vez sí, un hueso se había roto.
Permaneció con los ojos cerrados e inmóvil por un buen
tiempo. Casi sin abrirlos tanteó a su alrededor. La pierna izquierda le dolía
con intensidad. Calculó que era la fracturada. Buscó dos ramas, lo más planas posible, e improvisó un
entablillado. No era lo mejor pero, dadas las circunstancias, era lo único que
podía hacer. Se apoyó en una rama que utilizó a modo de báculo y se fue
enderezando haciendo un esfuerzo máximo. No solo para ponerse vertical sino
para vencer los dolores que lo golpeaban, lo doblaban, lo hacían gemir. Sabía,
sin lugar a dudas, que era el último tramo. Miró pero sus ojos ya no podían
ver. Intuía el camino. Trató de ponerse lo más recto que pudo pero no era
posible.
Ya no podía correr. Inició el descenso lentamente esquivando
los obstáculos que iban apareciendo. A veces se demoraba en sortearlos pero
continuaba el peligroso descenso. Su estabilidad no era buena y la pierna
fracturada no ayudaba. El dolor era tan intenso que ya no lo sentía. A pesar de
todo, lo empinado del terreno, fue haciendo que se moviera con más velocidad.
Cuando quiso frenar ya no podía. Terminó corriendo, a su manera, pero
corriendo. Una raíz se interpuso en la pierna que casi arrastraba y perdió la
vertical, y esta vez la caída fue definitiva. Cuando dejó de rodar, justo en el
borde de un pequeño curso de agua, donde quedó como si reposara y el agua, bienhechora,
le acariciara las sienes, ya su vida se había extinguido. Había llegado. Ahora
podía descansar.
Seres callados, oscuros lo recogieron y lo pusieron dentro
de una caja de roble, lustroso, con manillares de bronce. Alguien derramó las
lágrimas correspondientes y otros la consolaron. Flores. Cuántas flores que ya
no podía oler ni disfrutar su color, se amontonaron, compitiendo las unas con
las otras. Las paladas de tierra sonaron lúgubremente sobre la tapa reluciente.
Finalmente alguien clavó una cruz y todo quedó en silencio. Al fin. ¿Al fin?
Sobre la cumbre un hombre miraba y estudiaba la dificultad
del descenso. Posiblemente estaba seguro que él era capaz de lograr bajar sin
inconveniente. Comenzó corriendo velozmente…
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