María era una mujer hermosa. Pero
no solamente lo era, sino que además lo parecía. Un cabello moreno que se
ondulaba cuando movía la cabeza en un ritmo endiabladamente estudiado. Ojos de
un color celeste que dejaba opacado al cielo. Una nariz pequeña y unos labios
carnosos, sedientos de besos, que invitaban a ser besados. Un cuello largo,
espigado que se extendía en unos pechos grandes y turgentes que se bamboleaban
bajo la blusa, levemente suelta exprofeso, que invitaba a imaginar más que a ver.
Una cintura suave, acorde con el resto de unas caderas que se movían
insinuadoramente cada vez que caminaba, que se curvaban cuando se movía. Cuando
hacía cualquier gesto algo felino se desprendía de ella en cada una de sus
actitudes.
Consecuencia, María era una mujer
amada, perseguida, requerida, deseada. Todos conocían a María nadie dejaba de
esbozar una sonrisa, hacer una exclamación o un gesto cada vez que se la
mencionaba.
Su risa era sonora como las
campanas de la iglesia llamando a misa. A veces hasta resultaba grosera pero a nadie le importaba. Estaba
viva. Eso era lo que trasmitía. Y todos reían con ella y le decían requiebros
que ella disfrutaba cada vez que pasaba contoneándose frente a los hombres del
barrio.
Era todo lo contrario de Rosa. A pesar
de su nombre de flor era desgarbada. Pequeña y desgarbada. No era fea, pero no
arreglaba su cabello o no se ponía ropas que llamaran la atención.
Extremadamente delgada caminaba como pidiendo permiso, levemente encorvada, se
movía con cautela, como si quisiera pasar inadvertida. Sin embargo Rosa tenía
un don. Era tremendamente inteligente. Lectora hasta la tortura, conocía a los
clásicos y modernos, de poetas y filósofos y una memoria prodigiosa le permitía
conocer los hechos históricos con una precisión incomparable. Era una
intelectual hecha y derecha y no toleraba la vulgaridad de María. Odiaba el
exhibicionismo de la ampulosa mujer, que le resultaba chocante y fuera de
lugar.
Sin embargo la realidad muchas
veces pone en evidencia cosas que en las palabras se dicen de una manera pero
que, en la práctica, son de una forma totalmente distinta. Era totalmente
comprobable que todos conocían a María y nadie recordaba quien era Rosa. Ni
siquiera el cura.
A pesar de todo, íntimamente,
Rosa se sentía feliz. Sabía que era superior. Que su inteligencia y su nivel
intelectual eran tremendamente mejor que el de la vulgar María. A ella no le
hacían falta los pechos prominentes o las amplias caderas. Lo importante en el
ser humano era el intelecto y, en eso, ella llevaba ventaja. Se sentía muy por
encima de todas esas actitudes rústicas que no hacían otra cosa más que poner
de manifiesto la ignorancia de esa pobre gente.
Pero a veces no suele ser como
uno lo piensa. Y los dioses, o los demonios, se divierten con nosotros
haciéndonos todo tipo de zancadillas. Por esas cuestiones del azar o vaya uno a
saber por qué, ambas, María y Rosa, comenzaron a experimentar ciertos síntomas
que lenta y progresivamente se fueron agravando.
Como era de esperar, Rosa
inmediatamente consultó con su médico y este la derivó a un renombrado
neurólogo que inició de inmediato el tratamiento. María no. Ella, feliz en su
ignorancia, se reía, y todos reían con ella, cuando olvidaba las cosas o se
desorientaba en medio del barrio de toda su vida.
-
¿Qué pasa María? ¿Ya no sabés para donde tenés
que agarrar? Vení, vení que yo te llevo –
Y todos largaban unas tremendas
carcajadas.
-
Ya estuvo chupando, ya estuvo –
Las dos fueron empeorando a grandes
pasos. Rosa fue perdiendo todo lo que había guardado en su cerebro durante
tanto tiempo. Todo aquello que era su orgullo, que la diferenciaba de los
demás. Era consciente de ello y la angustia la invadía hasta las lágrimas.
María, indiferente a todo, seguía siendo la misma burda mujer de prominentes
pechos. Ahora mucho más confundida, pero no muy distinta de lo que siempre
había sido. A veces sentía un escozor parecido a la angustia o el miedo pero
enseguida lo reemplazaba por una de sus clásicas explosiones de risa.
Las dos murieron el mismo día.
Increíblemente la vida que las había separado las unía en el punto final. Un
solo familiar acompaño a Rosa, dejó una flor sobre su tumba y se marchó
rápidamente. El entierro de María fue como una procesión, todo el barrio acudió
llorando la muerte de aquella mujer que les había alegrado la vida. Varias
coronas y ramos de flores quedaron como señal de la pena que había producido su
desaparición.
Entre todos le solicitaron al
cura que hiciera una misa para encomendar el alma de esa buena mujer. Las campanas resonaron más lúgubres que
nunca, pero no hacían falta, todos estaban reunidos antes de la hora prevista.
El grupo esperó a que el cura iniciara la ceremonia conversando entre ellos.
Uno, como al pasar, comentó:
-
Che… ¿viste que también se murió la flaca esa?…
-
-
¿Cuál? ¿Qué flaca? –
-
Esa… la que vivía en los departamentos… -
-
Ah… esa… -
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