EL PARAISO O EL INFIERNO

Cuando uno expone sus trabajos al publico puede tener una respuesta agradable o ser ignorado olímpicamente. Pasamos del paraíso al infierno en pocos instantes. Y uno debe hacer el ejercicio de construir lo que le gusta sin importarle lo que el otro piense. Si algo es bonito para mi deberá ser suficiente. Es un ejercicio difícil. Las caricias son agradables, pero lamentablemente hoy las manos están para otra cosa.

martes, 7 de abril de 2015

METÁFORA IV

María era una mujer hermosa. Pero no solamente lo era, sino que además lo parecía. Un cabello moreno que se ondulaba cuando movía la cabeza en un ritmo endiabladamente estudiado. Ojos de un color celeste que dejaba opacado al cielo. Una nariz pequeña y unos labios carnosos, sedientos de besos, que invitaban a ser besados. Un cuello largo, espigado que se extendía en unos pechos grandes y turgentes que se bamboleaban bajo la blusa, levemente suelta exprofeso, que invitaba a imaginar más que a ver. Una cintura suave, acorde con el resto de unas caderas que se movían insinuadoramente cada vez que caminaba, que se curvaban cuando se movía. Cuando hacía cualquier gesto algo felino se desprendía de ella en cada una de sus actitudes.
Consecuencia, María era una mujer amada, perseguida, requerida, deseada. Todos conocían a María nadie dejaba de esbozar una sonrisa, hacer una exclamación o un gesto cada vez que se la mencionaba.
Su risa era sonora como las campanas de la iglesia llamando a misa. A veces hasta resultaba  grosera pero a nadie le importaba. Estaba viva. Eso era lo que trasmitía. Y todos reían con ella y le decían requiebros que ella disfrutaba cada vez que pasaba contoneándose frente a los hombres del barrio.
Era todo lo contrario de Rosa. A pesar de su nombre de flor era desgarbada. Pequeña y desgarbada. No era fea, pero no arreglaba su cabello o no se ponía ropas que llamaran la atención. Extremadamente delgada caminaba como pidiendo permiso, levemente encorvada, se movía con cautela, como si quisiera pasar inadvertida. Sin embargo Rosa tenía un don. Era tremendamente inteligente. Lectora hasta la tortura, conocía a los clásicos y modernos, de poetas y filósofos y una memoria prodigiosa le permitía conocer los hechos históricos con una precisión incomparable. Era una intelectual hecha y derecha y no toleraba la vulgaridad de María. Odiaba el exhibicionismo de la ampulosa mujer, que le resultaba chocante y fuera de lugar.
Sin embargo la realidad muchas veces pone en evidencia cosas que en las palabras se dicen de una manera pero que, en la práctica, son de una forma totalmente distinta. Era totalmente comprobable que todos conocían a María y nadie recordaba quien era Rosa. Ni siquiera el cura.
A pesar de todo, íntimamente, Rosa se sentía feliz. Sabía que era superior. Que su inteligencia y su nivel intelectual eran tremendamente mejor que el de la vulgar María. A ella no le hacían falta los pechos prominentes o las amplias caderas. Lo importante en el ser humano era el intelecto y, en eso, ella llevaba ventaja. Se sentía muy por encima de todas esas actitudes rústicas que no hacían otra cosa más que poner de manifiesto la ignorancia de esa pobre gente.
Pero a veces no suele ser como uno lo piensa. Y los dioses, o los demonios, se divierten con nosotros haciéndonos todo tipo de zancadillas. Por esas cuestiones del azar o vaya uno a saber por qué, ambas, María y Rosa, comenzaron a experimentar ciertos síntomas que lenta y progresivamente se fueron agravando.
Como era de esperar, Rosa inmediatamente consultó con su médico y este la derivó a un renombrado neurólogo que inició de inmediato el tratamiento. María no. Ella, feliz en su ignorancia, se reía, y todos reían con ella, cuando olvidaba las cosas o se desorientaba en medio del barrio de toda su vida.
-          ¿Qué pasa María? ¿Ya no sabés para donde tenés que agarrar? Vení, vení que yo te llevo –
Y todos largaban unas tremendas carcajadas.
-          Ya estuvo chupando, ya estuvo –
Las dos fueron empeorando a grandes pasos. Rosa fue perdiendo todo lo que había guardado en su cerebro durante tanto tiempo. Todo aquello que era su orgullo, que la diferenciaba de los demás. Era consciente de ello y la angustia la invadía hasta las lágrimas. María, indiferente a todo, seguía siendo la misma burda mujer de prominentes pechos. Ahora mucho más confundida, pero no muy distinta de lo que siempre había sido. A veces sentía un escozor parecido a la angustia o el miedo pero enseguida lo reemplazaba por una de sus clásicas explosiones de risa.
Las dos murieron el mismo día. Increíblemente la vida que las había separado las unía en el punto final. Un solo familiar acompaño a Rosa, dejó una flor sobre su tumba y se marchó rápidamente. El entierro de María fue como una procesión, todo el barrio acudió llorando la muerte de aquella mujer que les había alegrado la vida. Varias coronas y ramos de flores quedaron como señal de la pena que había producido su desaparición.
Entre todos le solicitaron al cura que hiciera una misa para encomendar el alma de esa buena mujer.  Las campanas resonaron más lúgubres que nunca, pero no hacían falta, todos estaban reunidos antes de la hora prevista. El grupo esperó a que el cura iniciara la ceremonia conversando entre ellos. Uno, como al pasar, comentó:
-          Che… ¿viste que también se murió la flaca esa?… -
-          ¿Cuál? ¿Qué flaca? –
-          Esa… la que vivía en los departamentos… -

-          Ah… esa… -

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