EL POR QUÉ DE LAS COSAS
Mohamed Salomón acababa de cumplir noventa
años cuando el hilo de su vida dio las últimas puntadas.
Don Salomón, como le decían, no había sido
lo que se dice verdaderamente un santo, más bien la había vivido como ninguno,
y si alguna le quedaba por hacer era por que no había tenido más tiempo. Aún, a
los noventa, continuaba con sus correrías como si nada.
Hasta donde habrá llegado la fama de don
Salomón, que, en lugar de enviar a una simple parca como se hace con el común
de los mortales, el propio Diablo, en persona, decidió ir a buscarlo y así
poder conocer a tamaña personalidad.
El azufre en forma de vapor amarillento
llenó la habitación. Una serie de explosiones sordas pero muy luminosas y unas
llamaradas, que chamuscaron los flecos de la colcha, precedieron a la aparición
del mismísimo Satanás. Le gustaba ser espectacular.
Como si lo hubiera estado esperando,
Salomón, no se inmutó. Con una pacífica sonrisa le hizo un ademán, como
invitándolo a sentarse.
-
Buena
presentación... Sí... Realmente buena – Suspiró.
-
¿Sabes quién soy?
– Preguntó Belcebú con voz de barítono.
-
¿Quién más? –
Respondió Salomón.
-
¿Y no sientes
temor? –
-
¿Debo sentirlo?
¿Acaso me temés vos a mí? –
El Rey de los Avernos quedó desorientado.
-
Cof... cof...
cof... – Tosió tratando de disimular su confusión. Algo no funcionaba como era
debido. Decidió cambiar el hilo de la conversación – ¿Sabes a que he venido?-
-
Sin dudas –
-
¿Y no
experimentas el temor de los mortales ante el viaje final, más que nada si es a
los Infiernos? –
-
¿Podía esperar
otra cosa? ¿Creo que he sido un buen representante tuyo durante estos noventa
años? –
-
Eso es cierto –
-
Recordá... Desde
el primer día, cuando le mordí el pezón al ama de leche... –
-
Ja... ¡Estuvo bueno!
–
-
Y de allí en
adelante no paré jamás... –
-
Jamás... Está en
los registros del Purgatorio –
-
Y entonces...
¿Qué podía esperar? –
-
Desde ese punto
de vista no lo puedo negar –
-
Sentate –
-
Gracias – Lucifer
eligió una banqueta en la que le resultaba más fácil para acomodar la cola.
-
¿Querés un mate?
–
-
No estaría mal –
Hacía rato que no tenía una conversación con alguien. Todo el mundo gimoteaba,
pedía perdón o misericordia y habitualmente había que llevarlo a la rastra.
Éste no. Lo tenía totalmente asumido. Realmente le resultaba simpático.
-
¿Sabes qué?... Me
ahorraste el trabajo – Continuó Salomón mientras le extendía el mate - Es
amargo ¿ Te gusta así o le pongo
azúcar... o sacarina?... lo que quieras –
-
No... Está bien
así –
-
Te decía... Me
ahorraste el laburo de tener que encontrarte... En realidad pensé que se iban a
cumplir los trámites habituales –
-
¿ La parca? –
-
Seguro... No
pensé que ibas a venir en persona... Supuse que para verte iba a tener que
enfrentar más burocracia... Esa es tuya. ¿No?–
-
¿Qué cosa?
-
La burocracia...
digo -
-
¡Y qué te
parece!... - Se estiró con orgullo -
No... ¿Pero sabes qué? Lo que pasa es que sos famoso... tenía curiosidad
por conocerte... –
-
Ojo... Que la
curiosidad mató al gato... –
-
Lo único que
faltaba es que me des consejos... ¿Y para qué querías verme? –
-
Es que quería
pedirte algo... –
-
Ja, empezamos –
-
Lo que ocurre es
que es algo especial que sólo vos me lo podés dar –
-
¿Yo... nadie más?
–
-
Precisamente... –
-
¿A ver?... Larga
el rollo... –
-
¿Querés unos
bizcochitos?... Son de grasa –
-
No gracias... El
colesterol... Uf... ¿Qué?... ¿Querías convidarme bizcochitos? –
-
Ja... No... Es
que tengo un deseo que me gustaría cumplir antes de irme para allá abajo... y
en realidad solamente vos me lo podés conceder... –
-
¿Ah, sí? ¿Y qué
es? – El rey del Mal se moría de ansiedad por saber cuál era el requerimiento
pero hacía esfuerzos para mantener la compostura que su figura requería.
Salomón terminó de tragar el bizcocho que estaba
masticando, dio una larga chupada hasta que el mate hizo el gorgoteo
característico, con la punta de la lengua trató de sacar algunas miguitas que
le habían quedado entre los dientes, y medio entre suspirando explicó:
-
Sabés que pasa,
que me han quedado algunas cosas pendient... –
-
¡Ah, no
querido... No empecemos con esa que ya la tengo muy sabida! La verdad, no lo
esperaba de vos –
-
Pará, pará...
dejame aclararte como es la cosa y después juzgás –
-
¿A ver?...
Continuá... Me caes simpático ... nada más que por eso te voy a dar la
oportunidad... –
-
Te decía que me
quedaron cosas por hacer, pero hay una, en particular una, que sin tu ayuda no
podría nunca lograrla... por eso te estaba esperando... –
Al del tridente lo carcomía la intriga – ¿Así que
solamente yo puedo ayudarte? ¿Y en qué? Si puede saberse... –
-
.Y bueno... mirá...
vos sabes que antes de que le llegue la hora cada uno hace un balance... de lo
que ha hecho y de lo que le queda... o le quedará, pendiente –
-
¿ Y de ahí? –
-
¿Sabés que pasa?
Que hay algo que me gustaría hacer antes de acompañarte... y el asunto es que solamente
vos podes concedérmelo... ¿Me entendés? –
-
La verdad es que
no... – Ya estaba empezando a ponerse nervioso - ¡Vamos, explícate! –
-
No sé, tal vez
sea una tontera, o lo mejor una chochera más de un viejo de noventa... –
-
¡Por... fa...
vor!... –
-
Me gustaría – Y
el viejo hizo una pausa, como tomando impulso para hacer su pedido – Me
gustaría poder pasar una noche... eh... una noche... ¿Me entendés, no? –
-
¡Si.. Si...! –
-
Me gustaría pasar
una noche con cada una de las mujeres que he deseado, con todas las que me
hubiera gustado poseer en todo lo largo de mi vida –
-
¿...? – Al
principio, el Señor de las Tinieblas, se sintió desorientado. Eso era lo que
menos esperaba escuchar en un viejo de noventa. Pero inmediatamente comenzó a
reír sin poder detenerse – Ja, ja, ja... iiiiihhhhhhh... ja... ja... ja... – Las lágrimas corrían por sus mejillas y se
evaporaban sin interrupción. Estuvo así riendo durante un tiempo exageradamente
largo, la cola le ondulaba con cada explosión de carcajadas. El viejo no decía
nada y lo miraba con una leve sonrisa.
Más de media hora, con seguridad, se rió Luzbel, a
veces entrecortadamente y otras sin detenerse, solo interrumpiéndose para
realizar sonoras y agudas inspiraciones.
Pacientemente Salomón aguardaba.
Cuando se hubo calmado, con los ojos húmedos,
respirando agitadamente lo miró casi con misericordia.
-
¿Así que eso
querés? –
-
Sí... pero con
una condición... –
El innombrable cambio bruscamente de actitud. Ya le
parecía extraño el pedido para un anciano de noventa años - ¿Una condición? ¿Y
cuál, si puede saberse? –
-
Que pueda
tenerlas tal como yo las recuerdo... Nada de trastos viejos como deberían estar
ahora, sino en la misma forma como yo las conocí... como las quise –
-
¡Caray, que
tienes bolas! – Se rió el Amo de las Profundidades – Realmente es un pedido
insólito... ¿Sabes qué? Te voy a ayudar... Je... Quiero ver como te las
arreglás – Se sirvió un mate, dio una chupada cortita – ¡La pucha, está tapada!
– Y mientras le sacaba un poco de yerba le dijo, sin mirarlo – Vamos a establecer
las reglas del juego... y te prometo no hacer trampas... Ja, ja... no creo que
me hagan falta... ja, ja –
El viejo lo miró poniendo la mejor cara de inocente
que pudo – Dale –
-
Primero: una
noche por cada una... si no te alcanza lo siento... Segundo: No hay descanso,
le damos hasta donde llegues, si te quedas sin
fuerzas y no has podido con todas, lo lamento mucho pero se acabó el
juego... Tercero: la lista la haces vos y si hay alguna equivocación no hay reclamo...
¿De acuerdo? –
-
De acuerdo... que
remedio – dijo Salomón con una sonrisa y guardó el mate.
Establecieron que el hombre debería confeccionar la
lista, según su propio parecer, y el Ángel del Mal habría de volver al día
siguiente para convertir en realidad tan impensada solicitud.
Muy tempranito, apenas el gallo estranguló un
corocoqueo desafinado, apareció el de los cuernos entre ansioso e intrigado.
Allí estaba don Salomón. Había aromado su cuarto, cambiado las sábanas y hasta,
por algunos restos de jabón retenidos en el lóbulo de la oreja derecha, se
adivinaba que, si no se había bañado, por lo menos se había afeitado.
-
¿A ver la lista?
– Se recostó en el vano de la puerta esperando el papelito - ¡Dios! – dijo y al
darse cuenta de la expresión que se le había escapado escupió tres veces - ¿Qué
es eso? –
-
La lista –
Respondió el viejo mientras le extendía un rollo aún mayor que el del papel
higiénico, tan fino como tal y lleno de cabo a rabo con una letra pequeñita e
interminable.
-
Pe... pero... –
Un temblor fino se había apoderado de sus manos y se transmitía a todo su
cuerpo haciéndose más evidente a la altura de la cola – ¡Es... es... es una
broma! – Exclamó.
-
No... es la
lista... ah... y me gustaría hacer una aclaración... si es posible... digo –
-
¿Una aclaración?
Recuerda que dijimos que sería sin trampas. ¿Eh? –
-
Seguro, seguro...
No... lo que te pediría es que en caso de que me haya olvidado de alguien la
pueda agregar más adelante... vos sabés que a mi edad la memoria suele
fallar... ¿Podría ser? –
El Señor de las Calamidades sintió pena. Llegar a esta
edad para hacer papelones, habiendo perdido el sentido de la realidad, es
realmente lamentable. Inmediatamente su espíritu maligno lo superó y se
regocijó por dentro imaginando los esfuerzos inútiles del viejo para poder
cumplir su cometido. - Je, con la primera nomás me pide por favor que lo lleve
al infierno – Pensó – ¡Pero Seguro hombre, todas las que quieras, te las
mereces! – Respondió ostentosamente haciendo esfuerzos por permanecer serio y
no repetir la crisis de risa de la vez anterior – Veamos, veamos... a ver por
donde iniciamos nuestro raid –
Cuando comenzó a leer el rollo se sorprendió de la
minuiciosidad con que había sido elaborada. La primera en la lista era la
enfermera de la núrsery, a la que al acostarlo en su cuna, recién nacido, se le
había abierto el escote dejando a la vista dos hermosos pechos que temblaban
con cada movimiento de su propietaria.
-
¡Por favor! – Se
admiró – ¡Este fue un degenerado desde el mismo momento de su nacimiento!.
Seguía la otra enfermera, la que se inclinaba y
apoyaba los glúteos sobre la baranda de su cuna, cuando cambiaba al bebé de al
lado; y luego la vecinita, en realidad la vecinita y la mamá de la vecinita que
habían venido a conocerlo, y la prima María Clara y la señorita que llegó para
conocer a otro de los recién nacidos, pero que lucía realmente tentadora.
Y seguía, seguía y seguía. Recorría toda su infancia,
incluía a sus maestras, compañeras, hermanas de sus compañeras, continuaba en
su adolescencia, las amigas de su novia, las novias de sus amigos, las hermanas
de las novias de sus amigos, las madres y tías de sus amigos. Agregaba a la
empleada de la tienda, la del quiosquito, las de la oficina donde trabajaba su
papá o la secretaria del amigo de su papá. Y se prolongaba a lo largo de vertiginosos
noventa años de deseo acumulado.
-
¿De donde salió
ente engendro? ¿Qué ha sido de su vida, nada más que desear la mujer del
prójimo... o la que se le cruce? ¡Juro que acá no tuve nada que ver! –
-
¿Y... Qué
esperamos? ¿Podés cumplir o no? –
-
Claro que puedo,
pero... ¿No te parece un poco mucho? –
-
¿Ya te achicaste? –
-
¡Lo que me
faltaba!... Está bien... ¡Jorobarse por agrandado! – Movió su brazo en
semicírculo, de su capa extendida brotaron chispas y llamaradas, todo giró
aceleradamente envolviéndolo y cuando estuvo a punto de desaparecer, con la
misma voz de barítono de la primera vez, exclamo: - ¡Iniciemos el ritual! – Y
se esfumó.
La vida de Salomón continuó desde entonces exactamente igual a como había venido
transcurriendo hasta ese momento. El único cambio era que sistemáticamente
todas las noches llegaban hasta su casa diferentes señoras o señoritas, algunas
casi niñas, que sin decir palabra entraban en su cuarto, cerraban la puerta
tras de sí, pasaban toda la noche, y, lo más notable, cuando se retiraban al
día siguiente sin excepción se las escuchaba dar las gracias.
Noche a noche la ceremonia se cumplía
irremisiblemente. Durante el día Don Salomón aseaba su cuarto, lo perfumaba y
se preparaba para recibir a la visitante de turno, la próxima de su lista.
Satán, seguro de que el anciano en poco tiempo no
podría con su alma esperó pacientemente, pero el tiempo transcurría y no se percibían las mínimas señales de se
pudieran cumplir sus predicciones. Muy por el contrario, Mohamed Salomón, lucía
cada vez con más ímpetu, con mayor espíritu.
La cosa comenzó a no gustarle. Se detuvo a sacar
cuentas – Noventa años es algo así como treinta y dos mil ochocientos setenta y
dos días, si le agregamos los años bisiestos. A cinco mujeres por día, y creo
que me quedo corto, corresponde a... a...
–
-
Ciento sesenta y
cuatro mil trescientos sesenta días señor – le ayudó un ángel que había sido
enviado al infierno por alcahuete – Lo que significa unos cuatrocientos
cincuenta y un años, señ... –
-
¡Ya lo sé, Ya...
lo... sé! – Gritó estrellando el tridente contra el suelo – ¡Pero es que no
puede ser! ¡Nadie aguanta tanto tiempo... Ni yooooo.!
Al principio mandó a un informante, pero fue pasando
el tiempo y la noticia esperada no llegaba. Finalmente decidió ir él, en
persona, a investigar que estaba pasando.
Fue como un mazazo cuando después de pasar la noche
con alguien digno de mandar a terapia intensiva a cualquiera, el viejo Salomón
apareció radiante, enérgico, repartiendo perfume por todos los rincones de su
habitación.
Allí se quedó el Genio del Mal esperando, y su
angustia fue creciendo con el transcurrir de los días, mejor aun de las noches,
hasta el punto de convertirse en una obsesión.
Horas, días, meses, años permaneció vigilante al
acecho del menor indicio... Nada... Absolutamente nada....
Hasta tal punto llegó a transformarse en una idea
fija, que poco a poco fue dejando de lado sus otros menesteres, descuidando su
reino, desatendiendo sus actividades maléficas, olvidándose de apuntalar a
líderes revolucionarios, políticos, presidentes, reyes u otros delincuentes
menores.
El infierno en manos de subalternos poco capacitados
fue perdiendo jerarquía.
Salomón lucía cada vez más joven y el encarnado cada
vez más viejo.
El descontento en el reino de las tinieblas iba en
aumento. Los pequeños demonios deliberaban y estaban a punto de declarar la
destitución de su líder. El parloteo, los chillidos, la vocinglería iba en
aumento. Se advertía que el momento de la decisión estaba a punto llegar,
cuando una noche, algo así como la veinte mil trescientos veintiocho, se abrió
la puerta del cuarto de don Salomón.
-
Siiiii... – Dijo
el viejo y encorvado ser que montaba guardia obcecadamente, moviendo su puño de
atrás hacia adelante, como quien da una trompada en el aire – ¡Yo sabía... Yo
sabía! – Intentaba gritar con su antigua voz de barítono.
Salomón asomó su cara, miró a su alrededor, y
suavemente, estiró su mano. Tenía un papel y parecía querer entregárselo.
Un silencio profundo invadió el espacio. Hasta las
moscas pararon su vuelo por un instante.
Una llamita muy pequeña se dibujó en los ojos del
cansado demonio. Tomó el papel con mano temblorosa. Imaginaba la rendición, el
pedido de clemencia. Intentó leer pero no pudo. Sus ojos ya no podían. La
pequeña letra amontonada no llegaba a ser descifrada si no se colocaba unos
anteojos. Pero nunca se los había hecho. Había usado la totalidad de su vida
para esperar este momento. No importaba, ya nada importaba, ahora podría
descansar.
Fue en ese momento cuando se oyó la voz pausada de Salomón
que decía – ¡Uf!... menos mal que te encuentro... te acordás en lo que habíamos
quedado... ¿No?... ¿Sabés qué? Me había olvidado de unas cuantas niñas, acá
tenés el complemento... - Y mirando para adentro - ¡Si, si... ya voy! – Volvió
a asomarse y sin advertir la palidez mortal que invadía el rostro de su
cancerbero saludó alegremente y volvió a cerrar la puerta.
El efecto fue inmediato, algunos dicen que fue un
infarto y otros que se dejó morir. Su majestad el Diablo dejó de existir esa
misma noche, en ese preciso momento, ni un minuto antes ni un minuto después.
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Muerto el Rey, viva el Rey.
Había que nombrar a un nuevo monarca y todos
coincidieron que no había nadie mejor que el mismísimo Don Salomón y allí
fueron, inmediatamente, a verlo.
Llegaron durante la ceremonia de reacomodar el cuarto
luego de una noche que se adivinaba había sido movida.
En un principio Don Salomón no quiso saber nada con la
propuesta. Él estaba feliz cumpliendo el trato y todavía le faltaba más de la
mitad de los nombres que había anotado. Pero cuando le explicaron que, por el
contrario, no solo iba a poder continuar con las de su lista sino que, además,
tendría la oportunidad de agregar a todas las que quisiese – Es sabido – Le
dijeron – Que cuando a una mujer se le mete el Diablo en el cuerpo no hay quien
la pare – Comenzó a mirar la propuesta con otros ojos, hasta que finalmente
terminó por aceptar.
Así que la imagen del Señor de los infiernos cambió.
De un malhumorado chivato de color rojo a la de un anciano sonriente, morocho,
sin cuernos y sin cola, pero con el mismo resplandor maligno en los ojos, que
se iba acentuando a medida que transcurría el tiempo y se acostumbraba a sus nuevas funciones.
A medida que amplió sus actividades, el Reino del
Mal fue recuperando la jerarquía perdida. Todo volvió a ser como antes. El
equilibrio universal se reconstruyó. Hasta Dios envió una tarjeta, en su nombre
y el de sus colaboradores, felicitando al nuevo monarca.
De cualquier manera Don Salomón no olvidó aquello que,
de alguna manera, le había servido como camino para llegar al sitio de
privilegio donde se encontraba en la actualidad: Todas las noches una señorita,
una niña o alguna recatada señora lo visitaba sistemáticamente, cumpliendo un
ritual que ya había superado largamente el cálculo original de su malhadado
antecesor.
Esto determinó (Y este es el por qué del titulo de
esta historia) que de ahí en adelante todos los poseídos por el demonio, cuando
se les investiga con cierta profundidad se descubre que siempre tienen de base
algún trastorno sexual. Los viejos cuando empiezan a chochear se les da por el
mismo lado, ya sea en actos o en cuentos imaginarios, que repiten hasta el
hartazgo. Los crímenes, aún los que aparentemente se cometen por dinero, tienen
un origen o estímulo en el sexo opuesto.
Es decir, el sexo, a partir de Don Mohamed Salomón,
pasó a ser desde entonces los cimientos para construir las conductas futuras de
los seres humanos.
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Después vino Freud y todas esas pelotudeces.
Alberto Osvaldo Colonna
Agosto de 2012