En el año
2005 DC, iniciábamos con Mirta nuestras vacaciones. Íbamos para las Cataratas
del Iguazú y decidimos parar en la mitad del camino para hacer un viaje
descansado. En la madrugada me desperté con un dolor en el pecho que enseguida
diagnostiqué como un infarto. La desperté a mi mujer y le comenté lo que me
estaba pasando. Como la atención médica de la zona no nos convenció decidimos
volvernos, así que hice algo que no aprendí pero, espontáneamente, me sale muy
bien, me relajé tipo meditación y Mirta me condujo a más de 140 Km/h hacia
Buenos Aires. Cuando llegamos fui directamente a internarme (la ventaja de ser
médicos) que es la conducta que debe seguirse en estos casos. Fui a un lugar
donde tenía muchos amigos e inmediatamente me pasaron a terapia intensiva. El
infarto es una herida que, como cualquier otra, tarda 7 días en cicatrizar y en
su transcurso puede dar los síntomas menos esperados. Y yo no podía ser la excepción.
A los dos días, justo cuando Mirta se había retirado, sentí que se me nublaba
todo, alcancé a avisar y de ahí en adelante no supe más nada hasta que desperté
un rato después. Había tenido un bloqueo aurículo ventricular, me fui a 20
latidos por minuto y me trajeron de los pelos antes de que Caronte me hiciera
subir a su barca. Fue una experiencia honestamente positiva porque aprendí a no
temerle a la muerte y a no creer que disponemos de todo el tiempo del mundo.
Cuando te toca te toca y te vas a tocar la gaita al otro lado. Conclusión otra
cosa que tampoco me preocupa, será cuando tenga que ser. El tiempo que estuve
internado en la oficina de enfermería solían poner un programa de radio que
tenía por cortina una canción de alguien maravillosamente positivo, un cantautor
del rock nacional, muy unido al Jazz, Alejandro Lerner, y que, en este caso,
era “Volver a empezar”, algo que iba perfecto para todo lo que me había pasado.
Eso me dio el motivo para escribir el cuento que, espero, leerán a continuación
y les he puesto al final el link de Youtube para que los que quieran escuchen
la canción interpretada por su autor.
Pero el
detalle insólito es que mientras preparaba esto para enviárselos pongo la
televisión y me encuentro con Lerner cantando precisamente “Volver a empezar”. ¿Señales?.
¿Ustedes creen en las señales? ¿No?... La verdad yo tampoco.
Ahora el
cuento propiamente dicho:
VOLVER A EMPEZAR
El anciano, de barba blanca y bien
recortada, me miró con ojos que denotaban un asombro creciente.
-
¿Que…
que hace usted aquí? –
Lo miré haciéndome el que no entendía lo
que estaba sucediendo y me encogí de hombros.
-
Que
usted esté llamando a esta puerta es un total absurdo… - barboteó - ¿Tiene idea
de la increíble cantidad de víctimas suyas que tenemos agendadas? ¿Quién lo
mandó para acá? ¿Algún chistoso? –
Lo miré comprensivamente. Mentalmente hice
un repaso de lo hecho hasta ahora y si ponía en la balanza los éxitos y los
fracasos, buen… mejor no ponerlos.
El anciano se desesperó para que
comprendiera.
- No, no, no… aquí hay un error… a Ud. le
corresponde… el otro portal… ¿
“Capisce”’?... El otro –
Y se estiraba para señalar un portón medio
desvencijado que se erguía entre dos nubes violáceas.
Después de asegurarse de que lo había
entendido cerró el portón con violencia sin darme tiempo a agradecerle aquella
definitiva información.
Caminé tan velozmente como me lo permitía
un difícil terreno que se hundía y se levantaba en forma caótica e imprevisible
(Como caminar sobre un colchón de agua) hasta que por fin me detuve frente a un
portal extremadamente alto. Evidentemente le hacía falta mantenimiento por que
se advertía la pintura resquebrajada, y hasta descascarada, en muchos lugares.
Golpee y me quedé esperando.
Pasó un cierto tiempo hasta que oí algún
sonido del otro lado. Algo así como un arrastrar de pies que cansinamente se
acercaban al pórtico. Me pareció, también, escuchar una protesta ahogada, con
seguridad una maldición o algo parecido
La puerta se abrió bruscamente y tras ella apareció un ser macilento, de
aspecto y edad indefinidos. Apenas me vio, el tono pálido, casi marfil, de su
cara, comenzó a cambiar de color.
-¿Qué… que hace usted aquí? –
¡Otra vez la misma estúpida pregunta!
-
¿Qué
se yo?... Me… me mando el señor de al lado – balbucee.
-
¡Qué
hijo de…! ¡No querido, no!… ¡Aquí no! – Y señalaba con vehemencia el lugar
donde se hallaba parado - Si yo lo dejo pasar con seguridad me desprestigia el
negocio… acá somos malos… si… pero tenemos nuestros principios… ¡Pero qué hijo
de…! - Y sin darme ni la menor oportunidad a responder se dio vuelta y se
dispuso a cerrar el portal, tal como lo había hecho el personaje anterior.
-
¡Ah,
no viejito! – Exclamé mientras le ponía el pie evitando el portazo que se
venía
- Los dos se lavan las manos
¿Y yo qué?... ¿Qué soy yo… el hijo de la pavota? –
El tipo me miró como si no entendiera mi reclamo.
Eso me puso más verde todavía.
-
Escuchame,
pedazo de bofe… Si uno no me quiere y el otro no me acepta… ¿Qué carajos hago
yo?… ¿Me querés decir?… ¿Qué carajos hago? –
Me miró casi con lástima. Se rascó la
barbilla. – “Se debería quedar en el limbo, así no jode a nadie más” – pensó en
voz alta.
-
¡Ma
si! – ladró – ¡Mientras no sea para acá agarrá para donde se te antoje! ¿Sabés
que podés hacer?... Volvete por donde viniste… y… por – fa - vor… ¡No rompas
más! – y sin darme tiempo a reaccionar empujó con tal fuerza el portón que tuve
que sacar el pie lo más rápidamente que pude. Llegué a escuchar claramente como
colocaba el seguro y algún tipo de tranca, no fuera a ser cosa que yo tuviera
alguna posibilidad de filtrarme.
De pronto la iluminación del ambiente
había desaparecido y la negrura más espesa parecía envolverme, haciéndose
eco de mis atribulados pensamientos.
Muy pequeñita, una luz muy brillante, comenzó a abrirse paso entre las
tinieblas.
No entendía muy bien lo que sucedía pero me dispuse a esperar. El
destello se hacía cada vez más pronunciado y progresivamente iba invadiendo
todo el espacio. Me pareció oír voces que provenían del otro lado de la luz.
Lo primero que vi fueron unos frascos, o
mejor dicho unos sachés, con unos tubos delgados, transparentes que descendían
de su parte inferior. Pronto descubrí que llegaban, como autopistas de una
novela de ciencia ficción, hasta incrustarse en mis brazos, transportando un
líquido que goteaba apresuradamente.
Sentí una opresión… en realidad una
delicada presión sobre mi pecho. La luz intensa me molestaba por eso tuve que
parpadear varias veces hasta que pude identificar a una joven doctora quien
apoyaba, protectoramente, su mano izquierda sobre mi tórax, mientras que con la
derecha controlaba mi pulso.
-
Ya
está… por suerte revirtió con la atropina. ¡Uff! – Suspiró – faltó poquito –
Recién recapacité en lo que había pasado.
Por allí escuche “fue un bloqueo aurículo
ventricular transitorio”.
“Que lo parió. Así que zafé por un pelo -
razoné - Ja… que linda jo…”
Y ahí me di cuenta.
Cerré los ojos con fuerza y al abrirlos
seguía en el mismo lugar. Tendido, cuan largo soy, en la cama de terapia.
¡Cómo me cagaron!
Ni a un lado ni al otro… Noooo… la cosa
tenía que ser peor y los muy hijos de su madre la pensaron bonito.
Nada de pasar para el otro mundo, nada de
acabar aquí y ahora. La pena no podía ser peor… me habían condenado a volver a
convivir con mis semejantes. Solamente a ellos se les pudo ocurrir una tortura
más sofisticada.
Traté de aceptar mi condena. Me relajé y
dejé que siguieran trabajando.
En el fondo, muy en el fondo, mezclado con
las voces de las enfermeras que corrían cumpliendo las órdenes que impartían
los médicos, escuchaba, como entre sueños, a Lerner empecinado en canturrear:
“Que mañana será un día nuevo, bajo el sol…
Volver a empezar”.
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