Era un día tórrido, de esos en que uno no encuentra un lugar
donde sentirse cómodo.
Caminé por el borde de la playa, allí donde las olas mueren
mansamente dejando su estela de espuma.
El sol golpeaba sobre la piel y a pesar de la gorra sentía
hervir mis ideas.
Vi unos arbustos que crecían entre los médanos y me dirigí hacia
ellos. La arena caliente me obligó a correr y apenas si pude llegar hasta mi
objetivo. Me zambullí de cabeza en la sombra que los tamarindos pobremente me
podían dar.
Me había quedado adormecido cuando unas voces femeninas me
despertaron.
Pasaron junto a mí sin prestarme atención. Sus risas
cristalinas iluminaban el ambiente.
Conseguí despertarme. Abrir los ojos y curioso miré a esas
jóvenes que desafiaban el rigor del sol sin más preocupaciones que su alegría y
sus juegos.
Y fue en ese momento en que la vi.
Los rayos del sol jugaban entremezclados con su dorada
cabellera que flotaba en el viento, ondulante, al ritmo de las olas del mar.
Su cuerpo de sirena danzaba corriendo al encuentro de las
olas que, dichosas, acariciaban su cuerpo, rompiendo en mil burbujas de espuma
y caracolas.
Un cuerpo perfecto. Un equilibrio de formas digna de una
imagen griega, Los pequeños pechos que se erguían orgullosos, seguidos de una
cintura perfecta que anunciaba unas caderas suaves y armónicas.
Sus piernas largas y esbeltas se movían con la gracia de las
aves en su vuelo.
Y su risa sonaba como el canto de las sirenas. Campanas
delicadas y repiqueteantes, con un sonido casi obsceno, atrayente, que me
envolvía y me robaba todos los sentidos.
Me quedé arrobado contemplándola. Y si crees en el amor a
primera vista, pues me enamoré sin intercambiar una palabra.
Pensé en abordarla. Acercarme y decirle algo. Pero la voz se
había quedado sin sonido, la mente no
trabajaba, no hubiera sabido que decir ni que hacer.
Mañana, me dije. Mañana voy caminando por la playa y le
hablo. Si, seguro… mañana.
El día siguiente amaneció tormentoso. Un viento arrachado
soplaba desde el norte, cada tanto alguna nube se descargaba con violencia. El
mar se agitaba salvaje y poderoso.
Cuando las iras del tiempo se serenaron y volvió a asomarse
el sol, prudentemente, entre unas nubes que se abrían dejando ver el cielo de
un celeste diáfano, corrí hacia el lugar, pero ella no había venido, no acudió
a la cita que yo había trazado en mi tonta cabeza.
No vino ese día, ni el siguiente, ni el siguiente del
siguiente.
Nunca más volví a ver a la joven de mis desvelos.
Pasó el verano y la imagen, corriendo y jugando con el agua,
me repiqueteaba en la cabeza. Se aparecía en las noches y me despertaba cuando
oía su risa en los rincones de mi cuarto.
Sin embargo el tiempo es un bandido que te roba las cosas
más queridas. Fueron corriendo los meses, los años, y la imagen fue perdiendo
nitidez hasta transformarse en un dulce recuerdo del que ya ni siquiera tenía
la seguridad de que fuera de la manera en que yo lo retenía.
Y un día se fue.
Años más tarde estaba sentado yo en una de las mesas que los
cafés suelen poner en las calles.
Miraba distraídamente pasar a la gente. Me divertía ver los
personajes que componen la fauna de una gran ciudad. Fauna de la que yo también
formaba parte, demás está decirlo.
De pronto un sonido me espabiló y me puso en alerta.
Yo sabía de dónde provenía. Mi subconsciente lo había
guardado, escondido bajo siete llaves, pero ahí estaba. No podía confundirme.
Giré bruscamente y la vi. El sol jugueteaba con su cabello
dorado como aquella vez y se movía con la elegancia y la cadencia que yo le
recordaba. Caminaba entre las mesas del bar directamente hacia donde yo estaba.
¿Podía el destino jugar con la vida de las personas de esa
manera? ¿Era eso posible?
De un lateral, paralelo
a ella apareció un hombre. Ella lo saludó con un beso y dos niños
corrieron para tomarse de esas piernas perfectas, largas, esbeltas.
El la tomó de la cintura y los cuatro se alejaron riendo y
jugando por la ancha avenida.
Me recosté en la silla, bebí lo que me quedaba del café de
un solo sorbo y llamé al mozo para pagarle.
Me levanté y lentamente caminé en sentido contrario.
Pensé: es la vida.
Y sin agregar una palabra descendí por las escaleras del
subte, que me llevaría rumbo a mi departamento.
Antes de desaparecer por la boca del túnel me volví para
mirar. Ya no se los veía, La gente iba y venía, cada uno enfrascado en sus
preocupaciones.
Entonces sí, descendí, pasé el molinete y me paré en el
borde del andén a esperar el tren.
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