LO DE TODOS LOS
DÍAS
Supo vivir en mi
pueblo un hombre totalmente solitario. Tenía como única compañía un viejo
perro, fiel a más no poder y del que no se separaba ni a sol ni a sombra.
Un buen día el
can amaneció enfermo. Las orejas gachas, apenas levantada su cabeza y se negó a
comer por más que su amo le insistió mil veces.
Desesperado, el
hombre, decidió hacer algo. Cargando dificultosamente a su compañero se dirigió, sin dudar, al
mecánico.
Hombre serio, el
mecánico, lo miró con detenimiento y con voz pausada, del que sabe, exclamó:
“Hummm… Yo creo
que le hace falta un cambio de filtro y del aceite. Probablemente también el de
aire”.
Y puso manos a la
obra.
Pero pasaba el
tiempo y el perro no mejoraba.
Decidió, pues,
llevarlo al panadero. Este con una sonrisa lo miró con suficiencia y le explicó
que había que darle levadura y flautitas, recién horneadas, todas las mañanas.
Así lo hizo el
atribulado hombre, pero el perro se negaba a ingerir cosa alguna, lo que hacía
imposible hacerle comer las flautas, por mas apetitosas que estas lucieran.
Desesperado
comentó con la vecina quien, expresiva, le explicó que tenía que frotarlo con
aloe vera, “pero la macho, que es más gruesa y carnosa”.
“Vea don, usted
la pela, como si fuera una banana. Le saca la piel y lo frota de arriba abajo.
En un santiamén el bicho esta parado y comiendo como siempre”.
Se apuró con
angustia y buscó las hojas más gruesas. Como no le veía los genitales a la
planta no podía saber si era macho o hembra, pero por la descripción no podía
equivocarse. Y allí fue, y embardunó al pobre animalito con el jugo de la
maravillosa planta.
Nada…
absolutamente nada.
“Doña María, esa sí
que es infalible, cura el empacho, el mal de ojo, y hasta combate al basilisco.
No puede fallar”.
Quedaba bastante
lejos pero allí se fue el hombre cargando al enfermo animal.
“Aha… A este
pobrecito le han hecho un daño… si, si. Pero se lo vamos a solucionar
fácilmente”. Prendió unos paltos de incienso, lo midió con el centímetro y le
indicó tres lupines en ayunas.
El animal llevaba
varios días en ayunas ya que ni agua tomaba, así que hacerle tragar los lupines
no fue muy dificultoso, el problema fue cuando al tercer día del tratamiento,
el pobrecito, vomitó los lupines, tal y como se lo habían introducido entre sus
fauces.
Compró todas las
revistas que encontró a mano: Aeromodelismo, bricolaje, Jardinería, caras,
modas y modelos, etc, etc.
Siguió todas y
cada una de las indicaciones que periodistas o artistas de renombrada
popularidad indicaban desde sus columnas. Sin embargo el perro seguía enfermo y
cada día un poco peor.
Un día despertó y
lo primero que hizo fue a ver a su amigo. Se dio cuenta con desesperación que
estaba llegando el final.
En ese momento sonó
el teléfono. Un viejo conocido lo llamaba, recién llegado de un largo viaje,
para interesarse por su salud. “Pero ¿Como? ¿No lo llevaste al veterinario?”
preguntó cuando el hombre le explicó lo que le ocurría
“¿Don… donde?”
“Al veterinario”
Colgó sin darse
cuenta dejando a su amigo atónito del otro lado del aparato.
Fue hasta una
reducida biblioteca. Buscó con desesperación.
Lo encontró en el
estante superior.
Trató de leer
pero no entendió nada. Finalmente se puso los anteojos y comenzó. Va… va… ve… ver… ves…
vet... ¡Veterinario, aquí está!
Veterinario:
profesional que ha estudiado para tratar las enfermedades de los animales.
Tiró el pequeño
diccionario y corrió hacia donde yacía mansamente el pobre animalito. Lo
levantó como pudo y corrió trastabillando hacia el consultorio que estaba en la
esquina de su casa.
Cuando llegó,
agitado, se dio cuenta que ya era tarde. La lengua colgando como el badajo de
una campana, reseca, marcaba la muerte del animal. Igual entró en el local y se
lo mostró al profesional. “¡Qué pena!”, exclamó este, “hay una epidemia
bacteriana que se habría solucionado en tres o cuatro días con unos
antibióticos”.
Al hombre se le
llenaron los ojos de lágrimas. Dio media vuelta y con la cabeza gacha se retiró
sin decir palabra.
Esa tarde cavó la
tumba en el fondo de su casa.
En la mañana
siguiente se despertó con un intenso dolor que le tomaba el pecho y se extendía
hacia el cuello.
Se vistió como
pudo y salió rápidamente, el dolor se había extendido hacia el brazo izquierdo.
Se cruzó con una
vecina que al verlo pálido y desencajado le preguntó que le pasaba.
“Tengo un dolor
tremendo, me falta el aire, me siento realmente mal.”
“Hágase tratar,
don, mire que puede ser peligroso.”
“Justamente, ahora
mismo voy para lo del mecánico”.
Alberto O. Colonna
Febrero. 2014
Consultar al especialista siempre es una buena decisión....depende que especialidad se elija...:)
ResponderBorrarMuchos hay como este hombre que sabe que hay especialistas, lo que no sabe es cual corresponde a cada tema. Y no todos recurren al diccionario cuando hace falta.
ResponderBorrarEDUCACIÓN Palabra mágica.
Parece algo de risa (y a la risa invita el relato), pero esconde una práctica habitual y con desenlaces, en ocasiones, muy tristes.
ResponderBorrarSi muchas veces aún recurriendo al especialista hubiese sido mejor comentarlo con la vecina, lo digo por los miles de casos que he tenido de mala praxis médica......deformación profesional será....
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