Día a día uno descubre por qué Buenos Aires enamora. En poco
más de 200 años se han ido acumulando tantos hechos, tantos sucesos que es
imposible recorrer un rincón de nuestra ciudad sin descubrir algo nuevo, algo
que desconocíamos y que ha formado parte de nuestro pasado, ese pasado que nos
dio forma y nos fue transformando en lo que somos.
Cuando era pequeño o adolescente venía a pasar las
vacaciones en Buenos Aires y un sitio obligado era Parque Rivadavia o Parque
Lezica (Como lo bautizamos los porteños). Mi padre me acompañaba porque allí,
alrededor de un ombú centenario, se asentaban todos los filatelistas, compradores
y vendedores de las estampillas más extravagantes, los días domingos. Ese día
el parque se llenaba de gente que recorría los distintos puestos buscando u
ofreciendo sellos de todas partes del mundo. Y yo, como pasa con los chicos,
tenía la intención de ser uno de ellos. Nunca tuve el alma de coleccionista.
Prefiero que otros lo hagan y yo disfrutar de su esfuerzo y su perseverancia.
Pero en ese entonces tenía mi álbum, y compraba, no por el valor sino por el
color. Aquellas que más me atraían, ya por su diseño o por su origen: Mongolia,
Magiarpost, Neederland, Rusia… Como tantas cosas todo eso se fue diluyendo…
otros sueños reemplazaron a los pasados… pero el parque siguió sistemáticamente
con su tradición a la que se fueron agregando otros tipos de vendedores: de
libros usados y nuevos, discos de pasta o de vinilo, y alguna que otra
antigüedad. Fue remodelado, le agregaron rejas, hicieron un monumento en honor
a Simón Bolívar, pero el espíritu siguió vivo y hoy es un sitio de reunión de vendedores que han hecho casi un mercado de pulgas. Los filatelistas y los
dedicados a la numismática se siguen reuniendo los domingos a la mañana únicamente.
En mi vida se transformó en un sitio de paso. El parque
Rivadavia está en el barrio de Caballito y es el centro geográfico de la
Capital. Los trenes y los colectivos combinaban con todos los lugares a donde
uno se dirija.
Lo increíble, y uno no termina de asombrarse, la historia
que estaba guardada en cada rincón de ese lugar que para uno era apenas una
posta en el camino de todos los días.
la historia.
Estamos aproximadamente a seis kilómetros de la primitiva
Buenos Aires. Para aquel entonces este paraje quedaba lejos y era apenas un
sitio de quintas que los poderosos usaban para pasar los fines de semana. Había, a unas cuadras de allí, una pulpería y, de alguna manera, “área de descanso” de
los viajeros que recorrían lo que hoy es la calle Rivadavia (La más larga del
mundo) y que en aquel entonces era el Camino Real, la entrada obligatoria al
poblado que apuntaba a ser Buenos Aires. Su dueño había colocado una veleta,
que había sido fabricada por un herrero en la ciudad, que tenía la forma de un caballo.
La costumbre llevó a que se comenzara a conocer el lugar como la posta del
caballito y finalmente se transmitió a toda la población que se fue radicando
en ese lugar. Así nació el barrio de Caballito.
Los túneles que provenían desde la zona del puerto hasta los
corrales de Miserere (Hoy Once), probablemente usados por los contrabandistas
para llevar al interior las mercaderías que esquivaban la aduana, sirvieron
como base para armar el subte (El primero de Sud América) y que se extendió
hasta Caballito, y, con anterioridad, el paso del tren que venía desde la zona
donde hoy está el Teatro Colón hasta la estación de La Floresta, le dieron el
impulso para que fuera creciendo y transformarse en un sitio casi de élite. La
veleta hoy está en un museo, pero hay una copia de ella en una plazoleta que se
encuentra junto a la estación Caballito del ferrocarril Sarmiento (Antiguo
Ferrocarril del Oeste, que le dio el nombre al equipo de fútbol que supo llegar
a ser campeón de primera y que hoy está luchando en divisiones inferiores).
La familia Lezica tenía una casa quinta en ese lugar, con
una construcción típica de la zona, con hermosos bistrós, una noria que servía para proveer de agua a la casa, y
un enorme ombú, que tiene su leyenda.
Cuenta la historia que a la quinta del viejo Lezica fueron a
vivir su nieta y su biznieta, Candelaria. Los días martes, los hombres de la
casa se iban a hacer negocios y la señora de la casa aprovechaba para realizar
reuniones en donde pretendía relacionar a Candela con los jóvenes poderosos,
económicamente, del lugar. Distribuía a sus empleadas y tenía el cuidado de
enviar a su planchadora, una negra aparentemente muy agraciada y ligera de
cascos, a trabajar bajo el ombú, que era un lugar donde no podía tentar a
ninguno de los concurrente. Dicen que la joven mientras planchaba cantaba a
modo de queja: “La negra planchadora, bajo el ombú se queda, planchado trajes y
enaguas, para que nadie la vea”.
Un día se produce un hecho extraño: la intromisión de un
desconocido que se une a la reunión y con total desparpajo saca a bailar a la
niña Candelaria. La madre interviene inmediatamente, manda a su hija a sus
habitaciones y echa al intruso. Todo esto no sin escándalo lo que hace que la
fiesta se termine abruptamente. Todos vuelven a sus respectivos lugares menos
la negra planchadora. Algunos suponen que cuando Candela regresó antes de
tiempo había encontrado a la planchadora con alguno de sus amantes y la había
echado, pero unos días después un peón encuentra el cuerpo de la pobre negra
decapitada. Y pasados unos días se descubre que había sido un drama pasional ya
que, frente al escándalo, la negrita se negó a acceder a los deseos de uno de sus
visitantes y este, enfurecido, la agredió con un hacha, cortándole la cabeza. La enterraron
allí mismo y no se habló nunca más del asunto.
Muchos años después, el nieto de Candelaria vendió la finca
al Gobierno Nacional. El presidente, en ese momento, Dante Torcuato de Alvear
(El gran embellecedor de la antigua Buenos Aires) le pidió al paisajista Thais
que trasformara el espacio en un parque. Se demolió la casa, y se dejó la noria
y el ombú, creándose así el Parque Rivadavia (A pesar de que popularmente
siguió siendo el Parque Lezica). Y es aquí donde nace la leyenda, porque
algunos comienzan a decir que los días martes, apenas oscurece, suele aparecer
el fantasma de la negra planchadora y se dedica a colgar la ropa de las ramas
del ombú al ritmo de la canción “La negra planchadora, bajo el ombú se queda,
planchando trajes y enaguas, para que nadie la vea”.
No sé cuánto hay de real o de fantasía en todo esto.
Tendré que esperar al próximo martes..
NOTA; Salvo la primer imagen, las restantes pertenecen a diferentes blogs de Internet. a ellos pertenece la autoría.
Es una cita la de ir un martes por la noche a ver si encontramos a la planchadora, sería excelente tema para otro blog.
ResponderBorrarMuy buena toda la información brindada de uno de los barrios de nuestra mágica Buenos Aires.
Una leyenda genial y con mucho de historia.
ResponderBorrarMagnifica.
Es cierto. Una leyenda con mucha historia. He recorrido esa zona durante años y no sabía cuanto guardaba en sus rincones. Muchas gracias por tu comentario. Un abrazo.
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