Habíamos leído al padre Feijoo y por él sabíamos que no era
de mérito que el sol bailara en las mañanas de San Juan, que eso es cosa
corriente que sucede a diario, con tal que las mañanas sean claras y serenas.
Por eso no fuimos al Panderete de las Brujas, esa explanada
sobre el cerro que se eleva sobre el monasterio de Cartuja, que así se llama
porque está probado que allí descansaban las hechiceras cuando iban a los
aquelarres de las Alpujarras.
Nos quedamos abajo, en el cruce del Beiro con el camino de
Alfacar, en una tasca donde ponían caldo de caracoles y caracoles picantes, con
un vino tan aguado, que pudiera parecer que el Beiro era el Jordán y el
tabernero el Juan Bautista que estábamos conmemorándolo.
Desde allí veíamos subir a la gente por la cuesta. Recogerían
yerbaluisa y mastranzo, que las dos son plantas de verbena si se recogen a las
doce y, luego, bailarían alrededor de las candelas hasta que saliera el sol.
Y con rondas de una botella con canilla, más que remedo,
chapuza de porrón, nos pasábamos la velada rebañando salsa de caracoles, entre
consejas, miedos y leyendas de la noche de San Juan.
Contaron que el que duerme la siesta en ese día, no se cansa
de dormir en todo el año y que lavándose la cara cuando dan las doce se
mantiene la tez fresca y suave. Y que si un árbol no da fruta, poniéndole en
las ramas una piedra, dará cosecha abundantísima.
Y, estando en estas dio un largo y venerable trago Rodrigo
de Almodovar, que, cuando más bebíamos más sobrios estábamos y como aquello nos
parecía milagro, se nos representaba el vino en agua bendita y casi lo bebíamos
con unción y reverencia. Luego, para reponernos, sopeábamos en los picores de
la salsa.
Nos contó Almodovar, después del trago y de la sopa, que en
Granada hubo un olivo junto a una fuente donde estuvo la torre del Aceituno, y
ahora la ermita de San Miguel, siendo el caso, que el manantial aumentaba su
caudal y florecía el olivo en la mañana de San Juan, fructificaba en el
transcurso del día, y maduraba con la llegada de la noche.
Pero donde el mayor abundamiento de discursos hubo fue en la
manera de asomarse al tiempo las mujeres para ver a su futuro novio. Dijeron
que soñarían con él si contaban diez estrellas durante diez días consecutivos, inmediatamente
anteriores a la noche de San Juan.
Y si ponían una flor blanca de trébol debajo de la almohada
y prestaban atención al despertar, el primer nombre de varón que oyeran, sería
el de su marido. Y si rompían un huevo sobre un plato con agua las formas
sugerirían su oficio.
Y fue cuando Jacintico, de normal callado, se animó y salió
contando lo que le ocurrió a su madre en una noche de San Juan.
Uno de los agüeros más deseados y temidos, es el del espejo.
La consultante, al filo de la medianoche, debe asomarse a un espejo,
completamente desnuda, y en vez de su imagen, verá la del hombre que está
destinado a compartir su vida. Pero si las formas se tuercen, lo que puede
ocurrir, sin que nadie sepa la razón, en lugar del hombre podrá ver su propio
entierro y, después de verlo, vivirá atormentada con esa visión y en esa
espera, sin que le sea dado enlquecer para olvidarla.
Sabiendo a lo que se exponía se atrevió y al dar las doce,
apareció en el espejo un hombre muy alto que vestía túnica y turbante blancos. Su
rostro presentaba rasgos acentuadamente árabes y sus ojos eran luminosos y de
un azul purísimo con profundidades infinitas.
Más he aquí que, contra todo lo previsto, rompiendo el molde
de los encantamientos de esa noche, el aparecido la tomó de la mano, y la hizo
pasar al otro lado del espejo. Y la llevó a un lago de rocío. Y le dijo que las
gotas de rocío son las lágrimas de las estrellas. Luego tomó las hojas de un
arbusto, las exprimió en su puño y entre sus propias manos le dio a beber.
También le dijo que en aquel espacio vivían los que pudiendo haber nacido no
nacieron, los que estuvieron destinados a ser frutos de amores que se
frustraron por orgullo o conveniencia o porque no se cruzaron en el camino de
la vida.
Un escalofrío la despertó, y el espejo le devolvió su imagen
desnuda y aterida. Durante todo el día no dejó de pensar en el hombre del
espejo.
Y con él siguió soñando.
Un día, las circunstancias y las conveniencias la llevaron a
casarse con Don Jacinto, un hombre vulgar, de profesión notario y de vocación
almacenista, que apoyaba los codos en la mesa, arrugaba el entrecejo e
introducía y clasificaba bibliotecas descomunales dentro de la cabeza.
Pero ni la boda ni las habilidades del marido cambiaron la
situación de ella que, noche tras noche y tan pronto se dormía, el hombre de
los ojos azules la llamaba.
Desesperada una mañana comenzó a golpear con sus puños el
espejo. Y el espejo reventó en añicos. Fue un estallido de creación y muerte y
en aquel universo de estrella con filo de navaja, cada fragmento se fue,
levando su imagen y su esencia.
Dejó a Jacintico en este mundo, recién parido, y ella sigue
buscando entre las lumbres heladas del cristal, un espacio donde los lagos
están formados por gotas de rocío.
Y ensimismado,
Jacintico, con su relato, se levantó y miraba al cielo como escudriñando las
estrellas. Contrastaba su enorme humanidad sobre la masa negra del Panderete de
las Brujas y, como la luz le daba en pleno rostro, destacaban sus rasgos
acentuadamente árabes y sus ojos luminosos de un azul purísimo con
profundidades infinitas.
“Duendes y leyendas de
Granada” de Antonio Diaz Lafuente.
La imagen corresponde a una fotografía que tomé cuando visité el Generalife,
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