EL PARAISO O EL INFIERNO

Cuando uno expone sus trabajos al publico puede tener una respuesta agradable o ser ignorado olímpicamente. Pasamos del paraíso al infierno en pocos instantes. Y uno debe hacer el ejercicio de construir lo que le gusta sin importarle lo que el otro piense. Si algo es bonito para mi deberá ser suficiente. Es un ejercicio difícil. Las caricias son agradables, pero lamentablemente hoy las manos están para otra cosa.

miércoles, 24 de junio de 2015

LAS NOCHES DE SAN JUAN (Duendes y leyendas de Granada)

Habíamos leído al padre Feijoo y por él sabíamos que no era de mérito que el sol bailara en las mañanas de San Juan, que eso es cosa corriente que sucede a diario, con tal que las mañanas sean claras y serenas.
Por eso no fuimos al Panderete de las Brujas, esa explanada sobre el cerro que se eleva sobre el monasterio de Cartuja, que así se llama porque está probado que allí descansaban las hechiceras cuando iban a los aquelarres de las Alpujarras.
Nos quedamos abajo, en el cruce del Beiro con el camino de Alfacar, en una tasca donde ponían caldo de caracoles y caracoles picantes, con un vino tan aguado, que pudiera parecer que el Beiro era el Jordán y el tabernero el Juan Bautista que estábamos conmemorándolo.
Desde allí veíamos subir a la gente por la cuesta. Recogerían yerbaluisa y mastranzo, que las dos son plantas de verbena si se recogen a las doce y, luego, bailarían alrededor de las candelas hasta que saliera el sol.
Y con rondas de una botella con canilla, más que remedo, chapuza de porrón, nos pasábamos la velada rebañando salsa de caracoles, entre consejas, miedos y leyendas de la noche de San Juan.
Contaron que el que duerme la siesta en ese día, no se cansa de dormir en todo el año y que lavándose la cara cuando dan las doce se mantiene la tez fresca y suave. Y que si un árbol no da fruta, poniéndole en las ramas una piedra, dará cosecha abundantísima.
Y, estando en estas dio un largo y venerable trago Rodrigo de Almodovar, que, cuando más bebíamos más sobrios estábamos y como aquello nos parecía milagro, se nos representaba el vino en agua bendita y casi lo bebíamos con unción y reverencia. Luego, para reponernos, sopeábamos en los picores de la salsa.
Nos contó Almodovar, después del trago y de la sopa, que en Granada hubo un olivo junto a una fuente donde estuvo la torre del Aceituno, y ahora la ermita de San Miguel, siendo el caso, que el manantial aumentaba su caudal y florecía el olivo en la mañana de San Juan, fructificaba en el transcurso del día, y maduraba con la llegada de la noche.
Pero donde el mayor abundamiento de discursos hubo fue en la manera de asomarse al tiempo las mujeres para ver a su futuro novio. Dijeron que soñarían con él si contaban diez estrellas durante diez días consecutivos, inmediatamente anteriores a la noche de San Juan.
Y si ponían una flor blanca de trébol debajo de la almohada y prestaban atención al despertar, el primer nombre de varón que oyeran, sería el de su marido. Y si rompían un huevo sobre un plato con agua las formas sugerirían su oficio.
Y fue cuando Jacintico, de normal callado, se animó y salió contando lo que le ocurrió a su madre en una noche de San Juan.
Uno de los agüeros más deseados y temidos, es el del espejo. La consultante, al filo de la medianoche, debe asomarse a un espejo, completamente desnuda, y en vez de su imagen, verá la del hombre que está destinado a compartir su vida. Pero si las formas se tuercen, lo que puede ocurrir, sin que nadie sepa la razón, en lugar del hombre podrá ver su propio entierro y, después de verlo, vivirá atormentada con esa visión y en esa espera, sin que le sea dado enlquecer para olvidarla.
Sabiendo a lo que se exponía se atrevió y al dar las doce, apareció en el espejo un hombre muy alto que vestía túnica y turbante blancos. Su rostro presentaba rasgos acentuadamente árabes y sus ojos eran luminosos y de un azul purísimo con profundidades infinitas.
Más he aquí que, contra todo lo previsto, rompiendo el molde de los encantamientos de esa noche, el aparecido la tomó de la mano, y la hizo pasar al otro lado del espejo. Y la llevó a un lago de rocío. Y le dijo que las gotas de rocío son las lágrimas de las estrellas. Luego tomó las hojas de un arbusto, las exprimió en su puño y entre sus propias manos le dio a beber. También le dijo que en aquel espacio vivían los que pudiendo haber nacido no nacieron, los que estuvieron destinados a ser frutos de amores que se frustraron por orgullo o conveniencia o porque no se cruzaron en el camino de la vida.
Un escalofrío la despertó, y el espejo le devolvió su imagen desnuda y aterida. Durante todo el día no dejó de pensar en el hombre del espejo.
Y con él siguió soñando.
Un día, las circunstancias y las conveniencias la llevaron a casarse con Don Jacinto, un hombre vulgar, de profesión notario y de vocación almacenista, que apoyaba los codos en la mesa, arrugaba el entrecejo e introducía y clasificaba bibliotecas descomunales dentro de la cabeza.
Pero ni la boda ni las habilidades del marido cambiaron la situación de ella que, noche tras noche y tan pronto se dormía, el hombre de los ojos azules la llamaba.
Desesperada una mañana comenzó a golpear con sus puños el espejo. Y el espejo reventó en añicos. Fue un estallido de creación y muerte y en aquel universo de estrella con filo de navaja, cada fragmento se fue, levando su imagen y su esencia.
Dejó a Jacintico en este mundo, recién parido, y ella sigue buscando entre las lumbres heladas del cristal, un espacio donde los lagos están formados por gotas de rocío.
Y ensimismado, Jacintico, con su relato, se levantó y miraba al cielo como escudriñando las estrellas. Contrastaba su enorme humanidad sobre la masa negra del Panderete de las Brujas y, como la luz le daba en pleno rostro, destacaban sus rasgos acentuadamente árabes y sus ojos luminosos de un azul purísimo con profundidades infinitas.

“Duendes y leyendas de Granada” de Antonio Diaz Lafuente.


La imagen corresponde a una fotografía que tomé cuando visité el Generalife, 

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