La sala de espera estaba llena. La mayoría eran personas
mayores que son las que habitualmente presentan los mayores problemas visuales.
Conversaban animadamente o leían las viejas y tradicionales revistas de las
salas de espera.
De pronto se abre la puerta y entra un hombre, mayor, con
ropas de trabajador, que sangraba profusamente. Traía un pañuelo apretado
contra su mentón empapado en el rojo elemento.
Inmediatamente varios se hicieron cargo del problema y
corrieron a socorrerlo. Una de las secretarias nos avisó e inmediatamente
dejamos el consultorio para ir a ver qué pasaba.
El personal ya lo había llevado para el pequeño quirófano
que se utilizaba para este tipo de intervenciones, supuestamente ambulatorias.
Allí estaba el hombre, acostado en la camilla. Le habían
limpiado una herida cortante que le recorría toda la punta del mentón. Seguía
sangrando.
Nos contó que se había caído y había golpeado con esa parte
de la cara.
Revisamos el lugar y decidimos que hacía falta realizar una
sutura.
Hagamos la salvedad que era un consultorio oftalmológico y
lo único que teníamos era sutura muy delgada. La más gruesa era la que usábamos
para el estrabismo. Podía llegar a servirnos.
Me encargué yo del asunto. Un buen avón de anestesia y luego
la aplicación de varios puntos de sutura. Lo más próximo entre ellos como para
que hicieran la fuerza adecuada y de paso quedara la menor cicatriz visible.
Dentro de lo posible fue un buen trabajo. Posteriormente un vendaje compresivo.
La pregunta clásica ¿Cómo se siente? El hombre era fuerte e inmediatamente
estuvo de pie.
Dio las gracias, saludó, agradeció de pasada a los que
estaban en la sala de espera y salió.
No habrían pasado mas de cinco minutos cuando se abre de
nuevo la puerta y el hombre reaparece, otra vez sangrando.
Y aquí es donde viene la historia. La gente se levantó
enfervorizada.
-
¿Eh, que se cree usted, que esto es una clínica
general? –
-
Esto es el consultorio de un oculista… No tiene
nada que hacer aquí –
-
¿Por qué no se va a otro lado? ¿No ve que nos
hace perder tiempo?
-
¿Que es lo que se cree… que puede entrar y salir
cuando se le antoje?
Algunos ya se habían levantado para impedirle el paso, otros
querían echarlo.
El hombre, sangrando, los miraba sorprendido… no entendía lo
que sucedía…
Claro, en ese momento aparece una de las secretarias y
mirando a los exaltados pacientes les dice.
-
¡Es el
padre de la doctora! –
Efectivamente, se trataba de mi suegro, que estaba trabajando
en casa y cuando se cayó y se lastimó el mentón lo primero que pensó fue en venirse
al consultorio de sus hijos para que ellos lo curaran. Evidentemente el hilo
usado para suturar no había sido lo suficientemente fuerte y la herida se había
vuelto a abrir.
Todos se calmaron como por arte de magia. Cerraron su boca,
frenaron su actitud beligerante y no volvieron a abrirla hasta que fueron
llamados.
Por suerte yo, en ese momento, estaba atendiendo a la esposa
de un médico traumatólogo de una clínica cercana, lo llamó, el hombre se vino
con todos los elementos necesarios, le hizo una sutura adecuada y cerró la
herida sin problemas.
Mientras mi colega trabajaba en el quirófano, nosotros
continuamos atendiendo de modo que nadie se impacientara, con lo que quedaron
todos tranquilos ya que sus turnos no
habían sido alterados. Y mi suegro pudo retirarse sin problemas.
Fue un aprendizaje extremadamente interesante. Somos todos
buenos mientras no se afecten nuestros intereses. El pobre viejito aun con una
herida sangrante iba a ser echado porque les hacía perder el tiempo. Pero dejó
de ser un individuo molesto cuando adquirió el estatus de padre de la doctora.
Nunca llegaron a entender que nosotros habíamos estudiado
medicina porque nos gustaba, porque
teníamos el afán de ayudar a quien fuera, que vivíamos de eso, era nuestro
trabajo, pero reconocíamos un solo tipo de paciente, el ser humano sin
distinciones.
Nunca lo hice, pero tenía ganas de poner una tabla en la que
mostraba que los que tenían los prepagos más caros no eran los que más nos
pagaban, muy por el contrario estaban por debajo de los pacientes privados y
los jubilados. Se pavoneaban mostrando una credencial que solo demostraba que
eran más tontos que el resto.
Pero tantos los unos como los otros eran absolutamente
hipócritas. Muchos de ellos les daban monedas a los pobres en la estación o llevaban
ropa a la iglesia o los geriátricos, pero frente a un individuo igual que
ellos, herido, sangrando, no eran capaces de perder un minuto de su valiosísimo
tiempo.
Decía un viejo refrán italiano: Piano, piano, si va lontano
e forte, forte si va a la morte.
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