En aquel tiempo en que la tierra estaba gobernada por dioses
y diosas que se parecían mucho a los hombres, dos divinidades caminaban por el
bosque, un día de invierno, cuando se vieron sorprendidas por el llanto de un
niño.
Curiosas se acercaron y encontraron en una cesta un pequeño
pichón de hombre que había sido abandonado a su suerte.
Las diosas se conmovieron y decidieron llevarlo con ellas.
En un primer momento el dios mayor se opuso a que
conservaran al niño. Era un ser humano, no podía convivir con los dioses. Pero todo
el mundo sabe cómo son las mujeres cuando se propones algo. El pequeño se quedó
y, poco a poco, fue adoptado por todos los dioses que le fueron enseñando sus
habilidades, de manera que se fue transformando en un joven fuerte y
extremadamente inteligente. Le había puesto por nombre Noel.
Cuando llegó a la mayoría de edad, el dios mayor lo mandó a
llamar. Le explicó que él era un mortal y que no pertenecía al mismo sitio que
el resto de los dioses. Pero como había sido adoptado por todos ellos podía
quedarse sin inconveniente. Sin embargo, tenía la obligación de mostrarle como
era la tierra, como vivían sus semejantes. Tenía que conocer su verdadero
origen.
El joven aceptó de muy buenas ganas y entonces el dios lo
envolvió en su capa y lo llevó a recorrer cada uno de los rincones del planeta.
Cuando regresaron el muchacho estaba impresionado. Había
visto tanta gente que vivía en la pobreza, que apenas si tenía lo justo para
sobrevivir. Tantos chicos que no podían disfrutar de su niñez, que él tenía una
obligación para con sus semejantes.
Les explicó a los dioses que los amaba, que había sido feliz
al lado de ellos, pero sentía la necesidad de volver a convivir con los de su
clase. Con todo lo que había aprendido podía ayudar a disminuir en algo el
padecimiento de muchos.
Fue así que Noel eligió un lugar donde le pareció que más
falta hacía y allí fue depositado por el dios mayor, en una pequeña casa en medio
del bosque.
A partir de ese momento dedicó su vida a ayudar a cuantos
podía. El lugar era extremadamente pobre y las necesidades interminables. Pero trabajó
duro y no desmayó un segundo dando una mano allí donde sabía que podía hacerlo.
No muy lejos había un orfelinato. Un sitio donde había
muchísimos chicos que, como el, no sabían que había sido de sus padres. Solos y
abandonados nadie se acordaba de ellos.
Pensó que sería bonito hacerles un regalo, posiblemente no
resolvería sus problemas pero en algo mitigaría su mala vida.
Comenzó a trabajar construyendo juguetes. Construyó tantos
juguetes como niños había en el orfanato. Terminó cerca del final del año. Nada
mejor. Le pareció que era un momento oportuno para llevar sus presentes.
Cargó todo en su trineo y se dispuso a partir.
Tenía un solo inconveniente, para llegar a su destino debía
cruzar por los terrenos del dueño del pueblo. Era un hombre malo y desalmado y,
con seguridad, no iba a querer que pudiera llevar los presentes.
Marchó con prudencia y se escondió entre los árboles para
ver si podía pasar. Se dio cuenta que iba a ser muy complicado. Hombres con
feroces perros recorrían todo el perímetro de la propiedad.
Aguardó con paciencia y cuando llegó la noche, los hombres
se retiraron. Ataron a los perros y dejaron una pequeña guardia, que al poco
rato ya estaba dormida.
Sin hacer el menor ruido el joven se deslizó hasta cruzar la
zona y, entonces si, se dirigió a su destino. El problema fue que como era de
noche ya todo estaba cerrado. Los niños estaban durmiendo.
Pensó, pensó y en eso vio la chimenea. ¡Seguro!, la chimenea
sería una buena manera de entrar. Se deslizó por su interior y llegó con los
juguetes al interior del edificio.
¿Qué hacer, ahora? Fue allí cuando vio las medias de cada
uno de los chicos colgando en la chimenea para secarse, ya que por la nieve
terminaban siempre mojadas. Que mejor forma de distribuir los regalos y no olvidarse de ninguno.
Colocó los regalos en cada par de medias y sin decir palabra
volvió a salir por donde había entrado.
Es imposible que el lector pueda imaginar la alegría de los
huerfanitos cuando despertaron y se encontraron con sus medias llenas de
juguetes.
Fue algo tan increíble, tan bonito, que el joven Noel
decidió que todos los fines de año haría el mismo juego. Y fue así que durante
años repitió su entrada por la chimenea, en la oscuridad de la noche, para
dejar los presentes en las medias colgadas en el borde.
Fue pasando el tiempo y los años le fueron haciendo cada vez
más dificultosa su tarea. Pero hubo muchos otros jóvenes que entusiasmados con
su ejemplo se le fueron uniendo, transformándose en sus ayudantes. Fue así que
pudo ampliar sus actividades. Llegar más lejos, hacer felices a más familias
que esperaban su llegada.
La gente lo conocía y lo ayudaba y de una forma cariñosa
comenzaron a decirle papá. Era como un reconocimiento a su actividad
protectora, como si fuera el papá de todos.
Fue envejeciendo y se dio cuenta que llegaba al final de su
vida. Era mucho lo que hubiera querido hacer, pero igual estaba feliz.
Se sentó en un sillón que era su preferido, debajo de un
enorme pino que había en la puerta de su casa y mirando la estrella polar se
entregó mansamente.
De pronto la estrella comenzó a moverse, dio un giro y se
posó en la punta del pino, que se iluminó con miles de luciérnagas que
revoloteaban entre sus ramas y se adornaba con cientos de mariposas que abrían
y cerraban sus alas multicolores.
Las diosas, que habían vigilado siempre todo lo que hacía,
como buenas madres. Fueron a hablar con el dios mayor.
Y como dije antes. Cuando las mujeres se proponen algo con
seguridad lo consiguen, el señor de los dioses descendió hasta donde el anciano
yacía y con su dedo índice lo tocó suavemente.
“Te otorgo la inmortalidad” le dijo. “A partir de este
momento pasas a ser uno de nosotros” y ya se iba a marchar cuando el anciano
despertó y exclamó “¿Y mis renos? Sin ellos no puedo trabajar”.
Entonces el dios lanzó una carcajada y haciendo el mismo
gesto tocó la nariz de uno de los renos que se iluminó, de pronto, tomando la
forma graciosa de un farolito rosado.
Apenas se marcharon los dioses. Papá Noel subió a su trineo
y con un movimiento de su mano los renos levantaron vuelo y se deslizaron en la
noche. Una luz roja que prendía y apagaba y una risa muy particular que era
característica del anciano “Ho, ho, ho”, denunciaban su presencia.
Allí abajo, en medio del bosque un pino con una estrella en
su extremo resplandecía lleno de luces y adornos de colores.
En la tranquilidad de la noche alguien tocaba una canción. Supongo
que por provenir de algún lugar de la villa, algunos, le llamaron villancico.
Qué bueno Alberto, te felicito por esta versión tan genial del "Papá Noel". Es muy entrañable. Saludos!!
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